La gran manzana fue el destino de un viaje con grandes amigas.
Luego de varios días de recorrido, caminatas maravillosas y eternas conversaciones por Central Park y uno que otro espectáculo en Broadway, la aventura llegaba a su fin.
Era la última tarde antes de tomar el avión para regresar a Chile y yo me encontraba comprando los últimos regalos.
Le había comprado una hermosa chaqueta a mi hija. Pero había un problema. Había errado en la talla y necesitaba cambiarla por una más grande con la idea que así le duraría más tiempo.
Entonces, con bolsas y bolsos en mano, salí de mi última tienda para ir en búsqueda del lugar en donde había comprado su regalo.
Con cada cuadra caminada los regalos en mis manos se me hicieron más y más pesados.
Llegué al destino y no logré cambiar la talla, no había opción. En el camino, rompí varias de las bolsas y me quedé con la mayoría de los regalos sin embolsar, el reloj avanzaba sin tregua.
Había intentado resolver el problema original que me había llevado a caminar la Séptima Avenida casi en su totalidad. Sin embargo, ahora tenía dos nuevos problemas: tenía los regalos en la mano y ya estaba atrasada para irme al aeropuerto.
En ese momento veo frente a mí una tienda de maletas y entre ellas una rosada, con ruedas, pequeña y muy sencilla.
La compré y rápidamente coloqué en su interior todo lo que se desarmaba y éstas últimas compras en ella para correr al hotel, recoger mi maleta y llegar al aeropuerto.
Al llegar a Chile me llevé una sorpresa, la chaqueta pasó casi desapercibida frente a los ojos de mi hija, pero la sencilla maleta no.
Fue la maleta rosada el regalo que ella más apreció y usó para sus siguientes viajes y metafóricamente llenarla de sus propias elecciones.
Y coincidentemente, también inspiró el viaje que comencé desde entonces.
La vida está llena de estos momentos inesperados. A veces, aquello que pensamos no tendrá valor, o que desestimamos como importante, termina haciendo la diferencia y nos prepara para lo que viene.